Contribución de Fabrizio Cornejo (00124013@uca.edu.sv)
La escena suele ser la misma: Una lluvia de balas infinitas, vidrios rotos y esquirlas volando por el aire. El protagonista se esconde tras algo esperando su ventana de oportunidad. El arma firmemente sostenida en sus manos. Calcula el momento y en un segundo, haciendo gala de su precisión y astucia, dispara la última bala que tenía, encajándola en la frente “del malo”, terminando así con su vida. Ahora todo vuelve a la normalidad.
La escena suele ser la misma: Una lluvia de balas infinitas, vidrios rotos y esquirlas volando por el aire. El protagonista se esconde tras algo esperando su ventana de oportunidad. El arma firmemente sostenida en sus manos. Calcula el momento y en un segundo, haciendo gala de su precisión y astucia, dispara la última bala que tenía, encajándola en la frente “del malo”, terminando así con su vida. Ahora todo vuelve a la normalidad.
Ah, tan reconfortante un final así, ¿no? El enemigo
ha muerto, el héroe ha triunfado y ahora regresa triunfante a su vida. Todo es
paz ahora, todo es armonía.
Si tan solo eso fuera tan fácil.
Si bien las películas (principalmente las
estadounidenses) presentan situaciones semejantes en las cuales un único héroe
se enfrente a un mal encarnado y personificado en un único ser, la realidad
(como siempre) pecará de ser distinta y mucho menos simple.
Siendo constantemente bombardeados por toda
temática extranjera, no es de extrañar que muchos de los ideales se hayan
transmitido a nuestro pequeño El Salvador. De hecho, regresando al esquema
anterior, dentro de la literatura existen diversos estudios en cuanto a la
narrativa de los cuentos, esas pequeñas historias transmitidas de generación en
generación con una intencionalidad. Estos, reflejan mucho de la manera en la
que la gente se comportaba y el ideal de su resolución de conflictos. El camino
del héroe, una serie de situaciones en la cual un personaje se ve inmerso, es básicamente
el esquema de toda película de acción actual. Balas más, balas menos.
Idealmente una situación así es resuelta con el triunfo del bien sobre el mal.
Eso nos lleva a la pregunta ¿El bien siempre gana?
Podemos acoplar, nuevamente, esto a una situación
cotidiana salvadoreña. No son raros los enfrentamientos entre las fuerzas de la
ley (¿bien?) contra “estructuras terroristas” (¿mal?) y cada uno repite la
estructura anterior. Cada persona tiene algo en su ser llamado “la narrativa
personal”, que básicamente es la forma en que entiende los hechos que ocurren.
Lo cual me lleva a recordar aquella frase que se usa para diferenciar a un
ángel de un demonio. Un poco parafraseada es que, si me ayuda, será un ángel,
pero si se me opone, será un demonio. Contra una lógica tan estrecha no es de
sorprendernos que exista esa (literal) demonización del enemigo.
Siempre el otro es el enemigo, el demonio, el que
se opone a mis planes.
Dentro de la misma estrecha lógica, muchas veces
para finalizar a ese enemigo es necesario destruir su estirpe, su descendencia,
obliterarlo de la existencia. Se justifica de esta manera el asesinato
extrajudicial, matanzas de pueblos enteros, aquella idea de darle fuego a las
cárceles con los reos adentro. Es que es tan fácil matar si no es humano.
Si nuestra manera de contar historias es muestra de
nuestros ideales como pueblo, tristemente no nos hemos apartado de la misma
violencia. Basta con caminar por cualquier calle para poder observar los
titulares de periódicos. Titulares que no hacen más que llamar al morbo y la
atención. Estamos tan acostumbrados (deshumanizados diría yo) que la fotografía
de un tipo sin cabeza muerto en un microbús nos parece normal, siempre y cuando
al otro lado del periódico en cuestión, esté una mujer cuasi desnuda con alguna
frase como “sensualidad al borde” o algo así. Lo mejor de dos mundos, ¿no?
¿Qué mejor manera de atraer la atención del
salvadoreño promedio que con violencia? El incidente pudo haber pasado fuera de
su casa, pero eso no le impedirá pagar veinticinco centavos por leerlo en el
periódico. Entre más cercana la fotografía, mejor. Entre más explícito, mejor.
Entre más lo sienta lejano a mi persona, mejor.
No es remoto en estas situaciones escuchar frases
como “Qué bien que lo mataron”, “Una lacra menos”, “Qué bien que ese parásito
recibió su merecido”. Me voy a detener en la última: “su merecido”. Bajo el
mismo análisis de nuestra manera de expresarnos, el castigo, en este caso la
muerte, es algo que se merece. Es la manera en que la vox populi se refiere a
la muerte: como un castigo por los pecados cometidos. Aquí tal vez la
justificación cae en la misma locución: Vox populi, Vox Dei. Si tenemos a Dios
de nuestro lado (el que sea), todo nos es permitido.
Es aquí, en este terreno difuso y agreste que los
derechos humanos no tienen cabida. La razón es muy simple, los derechos son humanos, entonces para este ente
criminal, delincuente, este demonio que se opone a mis planes, no pueden
existir ni estar vigentes porque no es humano. La división entre la sociedad es
más evidente. Realmente no nos interesa proteger todos los derechos humanos, sino solo los propios. Porque si nos
ponemos a pensar ¿Qué me ha dado el otro? ¿Por qué debería protegerlo? ¿Por qué
debería perdonarlo? Si es una bestia, si no es humano.
La sección de comentarios en cualquiera de las
noticias de un periódico en línea es cancerígena. Simplemente. Unos minutos
leyendo algunos comentarios reflejarán un ideario social enfocado al castigo y
a la violencia. Igual, es lo más que hemos aprendido, ¿no? Es la manera en que
los conflictos se han resuelto toda la vida. Nadie ha dicho nada.
¿Por qué repentinamente la gente quiere derechos
humanos? Quizás porque la línea entre “el enemigo” y “yo” se va haciendo cada
vez más difusa. Basta con ver las tanquetas en la calle. Nunca hay nada más
peligroso que un hombre sin rostro protegido por una insipiente
institucionalidad. Nada más peligroso que una guerra tácita en la cual el
enemigo podría ser cualquiera.
Sin embargo, he escuchado de manera directa a gente
decir “A mi me valen los derechos humanos” “No hacen más que proteger
criminales” y es aquí donde se vuelve tan esencial aquella frase del carpintero
de las historias bonitas “El que esté libre de pecado que tire la primera
piedra”. En este país, por aquella falta de introspección generalizada,
probablemente lo hubiera asesinado en el momento y luego a la mujer que
protegía. Tal vez en unos años alguien hubiera pensado: “Es cierto, yo también
he pecado”.
¿Acaso no es este el país en el cual manejar es
casi ir a la guerra? ¿No es este el mismo país que tiene una corrupción tan
profunda que solo con haber nacido aquí ya somos cómplices? Eh, tal vez eso sea
una exageración, pero nunca una iniciativa popular en contra de esta se ha
manifestado con fuerza. Es parte de la jugada superior: el pueblo siempre
dividido. Si cada quién intenta salvarse únicamente a sí mismo y lo más cercano
(cuando mucho), fomenta la división. En ese pequeño acto de egoísmo humano,
cuando el instinto de autopreservación se vuelve torpe y la visión de túnel en
la cual el inicio y el final es el individuo, ahí precisamente es cuando nos
volvemos cómplices. Por dejar a nuestro semejante caer, por pasar por encima de
todos los que sean necesarios con tal de salvarme yo.
A Dante Alighieri se le debe la visión moderna del
infierno. Esto es sorprendente, ¿no? Toda una religión basada en los delirios
de un italiano exiliado que solo hizo una catarsis en la cual, la mayoría de
sus enemigos políticos eran los que se encontraban en el infierno. Sin embargo,
podremos recalcar una frase, supuestamente dicha por él: “El lugar más oscuro
del infierno está reservado para aquellos que, en tiempo de necesidad, no
hicieron nada”.
Y es aquí, en El Salvador, donde esto parece ser
más ejemplarizante. Esto es un infierno a lo Sartre: “El infierno son los
demás”. Tanta gente y tanta muerte que esto hasta parece parte de un sistema de
limpieza social mundial. Ya saben, la misma tecnología que mantiene a los
países pobres y a merced de otros, es la misma que mantiene a otros matándose
unos a otros. Algo más ilusorio es lo que acontece en las “clases altas” del
país. Para empezar nadie realmente “de clase alta” se quedara a vivir aquí. Ni
por negocios, ni por nada. Si siguen oligarcas aquí es porque no lo son tanto y
todavía necesitan el dinero que van a ordeñar cínicamente de los “inferiores”.
Su ilusión consiste en que son intocables pero la marea sube, el mar se
recrudece con los barcos y el oleaje se torna salvaje. Si la situación se
vuelve insostenible, lo será para todos. El problema es que nunca se ha llegado
a contemplar el mundo sin El Salvador, tanto porque ni siquiera importa a nivel
global, como porque es algo que va más allá de la capacidad del humano
promedio: ¿Dónde van a gastar todo ese dinero que solo tiene peso aquí? Porque
en otro lado, siempre hay alguien con más. Esa manera de asustar a los
jornaleros solo funciona en esta finca, en otra… los jornaleros son otros, ahí
el patrón tiene dinero de verdad.
¿No es más clara la imagen ahora?
Queremos adaptar todo a las “leyes” implícitas que
han marcado a El Salvador. Sin embargo, no nos damos cuenta de que es como el
juego que mencionamos antes: la vejiga y las sillas.
¿Dónde vamos a estar cuando esta explote?
¿Quién va a estar en la última silla?
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