Siendo una
persona nacida un año después de los Acuerdos de Paz, la guerra siempre me sonó
como un hecho de historia en la que una serie de personajes ajenos a una
realidad habían tomado parte. Para mí, esas personas se dividían en dos bandos:
por un lado están los malos, que por una serie de características negativas,
buscan hacer el daño y obtener beneficios sin importar que el método afecte a
muchos. Por el otro lado, los buenos eran aquellos que hacían frente e
intentaban evitar más daños impidiendo el plan de los malos.
Obviamente vivía
en la dulce y peligrosa inocencia de considerar las guerras como hechos lejanos
de mi realidad, donde los participantes solo eran personajes. Se me hacía
difícil creer que las mismas personas que eran capaces de realizar actos tan
crueles, sin interés en los mal llamados “daños colaterales”, eran como las
personas que yo conocía en mi diario vivir. No niego la posibilidad de que la
dificultad para dejar de lado esta noción sea un hecho muy propio y personal,
que pueda ser compartido por muchos, pero que no es una norma.
Han sido varios
momentos de mi vida los que han ido quebrando esta ilusión, y mi más reciente
momento de cambio fue mientras leía a Christian Gerlach en su libro Sociedades Extremadamente Violentas
(Fondo de Cultura Económica, México, 2015).
En este libro presenta una serie de casos para explicar su propuesta teórica, presentada
a partir del abordaje de diferentes sociedades en sus momentos de más altos
niveles de violencia por parte de diferentes grupos hacia personas no
combatientes. En el primer capítulo hace un reencuentro histórico de la masacre
de supuestos comunistas en Indonesia durante 1965 y 1966. En esta masacre se
estiman 500,000 muertos (o más del millón) en un plazo de poco más de 3 meses.
Esto me hizo cuestionarme constantemente: ¿existen tantas personas dispuestas a
tanto daño y brutalidad? ¿Es esta realidad ajena a nosotros? ¿Ajena a mí?
Ahora más de uno
ha de preguntarse (y yo también lo hice) qué era lo que me afectaba tanto de
ese relato. Siendo salvadoreña y habiendo vivido mis años de lucidez rodeada de
niveles de violencia que aumentaban cada vez más, considero que en parte se
debía a que, en el caso de Indonesia, me generaba tanto impacto la cantidad de
muertos en un período tan corto de tiempo, pero definitivamente no era
solamente eso. Unido a esto, la cercanía en el tiempo me pareció abrumante.
Pensar que antes de los años en lo que ocurrió la matanza nacieron personas que
todavía siguen vivas, entre ellos mis padres. Este dato en particular rompió
con la idea que las barbaridades humanas ocurrieron muchos años atrás. Pero
tampoco sé por qué eso me asombra si la guerra en el país, con sus respectivos
atropellos de los derechos humanos, ocurrió en los años ochenta y si la situación
actual ocurre día a día.
La respuesta es
clara: todavía ahora vivo alejada de esa realidad y he estado alejada en gran
medida de las consecuencias de la guerra civil. Vivo en lo que reconozco como
una burbuja. Ese es mi privilegio, el que me permite asombrarme de los hechos
que ocurren aquí, que suceden en otros lados o que ocurrieron tiempo atrás.
Y a pesar de eso,
en esa burbuja encuentro evidencia para creer en los hechos de barbarie. Son
todas y cada una de las conductas empapadas de violencia, incluso aquellos
comentarios y expresiones de mi sociedad. Frases que llenan conversaciones, que
se ven en los comentarios de las redes sociales o en las páginas de noticias.
Todo eso me ayuda a creer en las sociedades violentas, en las masacres. A pesar
que las sociedades no son inherentemente violentas, no es completamente difícil
que lo sean. Lastimosamente a muchas personas no les faltan ganas, sino que les
faltan medios y la validación social para realizar masacres. No les demos la
validación, no aceptemos el odio y la violencia.